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14

Sep

2015

MONTE GURUGÚ PDF Imprimir E-mail
EL MUNDO / 14/9/2015 JUAN MIGUEL VEGA MIENTRAS SUBÍAMOS los escalones se escuchaba caer el agua de la cascada; su alegre corriente podría ser una buena metáfora de la vida si no fuera porque la vida no acostumbra a ser tan alegre. Los días pasan igual de rápido, pero lo hacen para no volver. La vida no es un circuito cerrado que dé segundas oportunidades. Ignacio nunca había subido al monte Gurugú. Debía hacerlo, porque es parte esencial del ritual iniciático de todo sevillano. Desde lo alto, los hijos de esta ciudad alcanzamos a atisbar todo cuanto hemos vivido hasta el instante presente: la infancia perdida, los amores pasados y los que nunca terminaron de llegar; la melancolía de los días de lluvia, el olor de aquella primavera o la presencia invisible de los ausentes. Al llegar arriba, Ignacio esta vez sólo vio una cascada artificial precipitándose sobre un estanque lleno de espuma que no le dijo nada. El monte le reserva su oculto mensaje para cuando regrese dentro de muchos años y sea él quien entonces lleve a un niño de la mano. Antes de llegar al pie de la única montaña que hay en Sevilla, visitamos el monumento a Bécquer, la glorieta de los lotos, el estanque de las ranas y la isleta de los pájaros; en cada uno de esos lugares, habitados por fantasmas de un ayer que en ellos sigue siendo hoy, una puñalada se nos clavó en el corazón sin que Ignacio se diera cuenta. Todavía está empezando a vivir y aún no sabe que recorrer los senderos del parque de María Luisa es para un sevillano como adentrarse en los más intrincados vericuetos de la memoria. Casi todo lo que hemos vivido permanece allí, intacto, emboscado entre sus recodos. Así ha venido siendo para decenas de generaciones desde que hace más de un siglo nos fuera legado a todos. No al Ayuntamiento, a cada uno de nosotros. El parque de María Luisa es, por eso, mucho más que un parque; es parte de nuestra vida, escenario de nuestros sentimientos, confidente de nuestros secretos, compañero de emociones, testigo, en fin, de nuestro pasar por esta vida que se despeña hacia la muerte con el mismo brío que cae el agua de la cascada del monte Gurugú; esa colina mágica desde la que podemos asomarnos a la vida que hemos vivido y ojalá pronto también podamos hacerlo a un parque cuyo aspecto, polvoriento, descuidado y lleno de excrementos equinos, no pueda volver a ser calificado de indecente.
 
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