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Antonio el Bailarín: cien años de soledad PDF Imprimir E-mail
TEATRO LOPE DE VEGA

Abc Sevilla / 04/11/2021

Alberto García Reyes

El azulejo está sucio esta mañana. Calle Álvaro de Bazán esquina con Santa Clara. Sevilla. «En esta casa pasó su infancia Antonio Ruiz Soler, Antonio, entre 1923 y 1934, para orgullo de Sevilla y de la Danza Española». Esa esquina desconchada en la que vivió de niño es lo único que queda en su ciudad natal del mayor genio del baile de la historia de España, uno de los más grandes del mundo en su disciplina. El hombre que abrió para el flamenco los teatros más prestigiosos no es hoy ni siquiera un olvidado. Es un eliminado. Entre su carácter desabrido, a veces incluso violento, sus indiscretas idas de lengua y sus connotaciones políticas, todas atribuidas falsamente por un bando y por el contrario, la figura de Antonio el Bailarín ha llegado a nuestros días convertida en un triste espectro porque nadie ha sabido ponderar con justicia su legado artístico, que sigue siendo revolucionario e inalcanzable. Antonio fue una leyenda de la danza, una estrella del cine y de los escenarios en todo el planeta y un faro para los grandes maestros de la primera potencia dancística soviética. Rudolf Nureyev y Mijail Barýshnikov le robaron movimientos. Su paisana Matilde Coral lo definió mejor que nadie: «Antonio era una escultura de Miguel Ángel que flotaba como una mariposa». Mitad mármol, mitad aire. Una suerte de cuerpo intangible. Y cumplió el dogma supremo de la españolidad que está recogido en el famoso poema de José Hierro: «Después de todo, todo ha sido nada, a pesar de que un día lo fue todo...».

El niño de Lola Soler que aprendió los bailes populares en la academia de Manuel Real 'Realito', el primer flamenco internacional, junto a su compañera de aventuras de la infancia, Rosario, aquel chiquillo que le bailó a los reyes en la Exposición Iberoamericana del 29, el hombre que inventó el ballet español, cumple hoy cien años. Después de tanto todo para nada. Fue en la danza tanto como Picasso en la pintura o Lorca en la literatura. Pero lo que ha quedado de él es un puñado de polémicas, otro manojo de líos y amoríos, alguna anécdota engordada por los biógrafos apócrifos como la de la cárcel de Arcos de la Frontera, una triste subasta de sus bienes al morir y, eso sí, sus movimientos mágicos resucitando en los cuerpos de decenas de bailarines contemporáneos que lo imitan sin saber siquiera que Antonio existió. Su historia es dura, a veces incómoda, casi siempre de película y en ningún caso del montón. Fue un bisexual declarado en el franquismo, un hombre de izquierdas que se trataba con el caudillo, un divo en las giras por la Unión Soviética y en las fiestas de la alta aristocracia española, un analfabeto que pudo codearse con los grandes popes de la cultura de su época, un embaucador que hizo la danza de las sábanas con Ava Gardner, Viven Leigh o Gina Lollobrigida, un cristiano que vestía chilaba, un bailarín denostado por los bailaores y un bailaor despreciado por los bailarines.

La Junta de Andalucía va a exponer sus bienes y celebrará y simposio
Su historia de todo y nada está salpicada de conflictos secundarios. El más repetido, y manoseado, es del rodaje de 'El sombrero de tres picos' para Televisión Española en Arcos de la Frontera en 1972. En mitad de una escena, el maestro detectó que faltaba un bailarín. Le explicaron que se había puesto enfermo y él grito en mitad de la calle: «Me cago en los muertos de cristo». Un policía local que estaba haciendo el corte de tráfico para facilitar el trabajo de los cineastas avisó a la juez de paz, que lo condenó por blasfemia y desorden público a diez mil pesetas de multa y dos meses de cárcel. Antonio tenía antecedentes por una antigua agresión en Barcelona, de manera que no hubo quien lo librase de la celda. Allí escribió 'Mi diario en la cárcel', ilustrado con una fotografía en la que aparecía detrás de los barrotes en una pose que bien podría haber servido como cartel para una de sus sublimes coreografías.

Edgar Neville
También es muy conocida la historia del Tajo de Ronda con Edgar Neville. Allí rodó un rompedor martinete, porque hasta entonces no se había bailado este estilo del flamenco, con la inmensidad de la serranía a sus espaldas y el cante de El Pili como único acompañamiento. Se cuenta que durante la exhibición técnica de Antonio, que tenía boquiabiertos a los operadores de cámara y al propio Neville, paró de sopetón y les dijo: «Ahora me coméis...». En fin. Se le acusa de cierta soberbia, pero lo que se ve en «Duende y misterio del flamenco» (1952) sigue siendo lo más moderno que se ha hecho en este género. También se le reprocha que fue muy lenguaraz revelando los misterios del cuarto, no precisamente el de los cabales, sobre todo en sus relaciones con la nobleza. Se le cita también en muchos textos como un excéntrico que abofeteó al operario de la perrera de Barcelona cuando quiso recuperar a su perra, Boxer, y no tenía papeles. Pero la historia de Antonio Ruiz Soler no es una sucesión de anécdotas personales, sino de triunfos artísticos.

Antonio bailó para Kennedy, la reina Isabel II de Inglaterra, Picasso... Hizo 24 películas y fue admirado por Nureyev y Barýshnikov
Sin embargo, esa parte ha quedado soslayada por la más frívola, por su piscina con el fondo pintado por Picasso en el chalet de Marbella, al que llamó 'El Martinete' para celebrar una de sus creaciones más excelsas, por su amistad con Carmen Polo, por su encuentro con Kennedy, por los elogios de Franco —«parece usted de goma», le dijo un día tras verlo bailar, qué sensibilidad—, por sus danzas ante la reina Isabel II de Inglaterra o el rey Faruk de Egipto, por su primer amor con la cantante de copla Conchita Martínez, por Marisol o Linda Cristhian... Todo eso se llevó por delante al artista monumental. Todavía cuando se recuerdan sus inicios con Rosario como 'Los chavalillos sevillanos' se suele subrayar que tenían peleas insoportables y que por eso se separaron tres veces. Casi nunca se habla de la obra maestra que hizo con el 'Zapateado' de Sarasate, ni del dominio de los bailes de escuela que aprendió de los maestros Otero y Pericet, ni de la flamencura que recibió del bailaor Frasquillo, ni de los éxitos de juventud por toda América. Lo que hicieron Antonio y Rosario durante sus 22 años como pareja artística está aparcado. Las películas de Hollywood —a lo largo de su vida llegó a protagonizar un total de 24 producciones cinematográficas—, la gira que le organizó el empresario Marquesi, las ovaciones en el Carneggie Hall de Nueva York, la reinterpretación de piezas como la jota 'Viva Navarra' de Larrega y el 'Zorongo gitano', la coreografías de las 'Goyescas' de Granados, las 'Danzas' de Turina y 'Sevilla' de Albéniz, la defensa del nacionalismo musical español, la difusión que hizo por Estados Unidos de la obra de Lorca interpretando 'El Café de Chinitas' y el rescate del repertorio tradicional de seguidillas, panaderos, boleros y fandangos apenas cuentan.


Un revolucionario
Cuando se habla de Antonio se obvia la revolución escenográfica que impuso en la danza española con 'El amor brujo' y 'El sombrero de tres picos' de Manuel de Falla... Aquel niño pobre de los corrales de Sevilla recibió la Medalla de Oro de la Real Academia Inglesa de la Danza, la de Honor de las Naciones Unidas, el primer premio de la Academia de la Danza de París, la Medalla de Oro de la Real Academia de la Danza de Suecia, la de la Feria Mundial de Nueva York, la de la Escuela de la Danza de Moscú, la de la Scala de Milán, la Llave de la ciudad de San Francisco y la Medalla de Oro del Spanish Institute de Nueva York por lo que hizo en los escenarios. Sin embargo, lo que se suele contar de él es lo que hizo fuera de ellos. Desde que se retiró en Sapporo, Japón, tras una gira mundial en 1979, se le trató más como un personaje del corazón que como uno de los grandes genios de la historia de la danza. Durante años sus principales bailarinas, Marienma, Rosita Segovia y María Rosa, han defendido su obra. Todos los artistas que trabajaron con él se quitan el sombrero para explicar las cosas que hacía. El cantaor gaditano Chano Lobato contaba siempre una cosa que le pasó en París para intentar explicar la dimensión de Antonio sobre los escenarios: «Yo le estaba cantando por alegrías y estaba viendo un charquito que había en las tablas que no me dejaba concentrarme. Verás tú como lo pise, me decía a mí mismo. Hasta que pasó. Cuando el maestro puso la planta en lo mojado se le resbaló la pierna hacia la derecha y casi se mata. Nos quedamos todos cortados, pero rápidamente hizo el mismo movimiento hacia la izquierda como si se resbalase también con la otra pierna y aquello quedó como un nuevo paso que se acababa de inventar». El sentido del equilibrio, la colocación de los brazos —ahora casi todos se agarran a las solapas porque no saben qué hacer con ellos— y la eliminación de la lateralidad en el baile —a Antonio era imposible descubrirle si era diestro o zurdo— fueron aportaciones técnicas impagables. Pero la historia de los grandes siempre termina con una gran paradoja. Ruiz Soler sufrió un ictus en sus últimos años y acabó postrado en una silla de ruedas. Su cuerpo, que había sido su instrumento de expresión artística, fue también su castigo final. Y tras su muerte el 5 de febrero de 1996, ya todo fue a peor. Poco tiempo después se subastaron todos sus bienes y nunca más han vuelto a verse.


Su sobrina, Ana Ruiz Vola, donó a la ciudad de Sevilla las pertenencias que quedaron tras la puja en 2001: el piano blanco en el que se inspiraba para sus coreografías, carteles de sus espectáculos por todo el mundo, lienzos de su colección y todo el vestuario de sus obras más célebres. Todo se arrumbó en un cuartillo en el que se hicieron fuertes el polvo y las bacterias. El último suceso de este triste relato lo protagonizó una sastre que se contagió de una extraña enfermedad mientras reparaba una chaquetilla roja con la que el maestro interpretó en su época dorada un fragmento de 'El sombrero de tres picos'. Esto y los escándalos del colorín es lo que ha sobrevivido de Antonio fuera del ámbito de la danza, donde todos los maestros contemporáneos siguen cuadrándose cuando se pronuncia su nombre. Ahora la Junta de Andalucía va a celebrar un simposio para restaurarlo con motivo de su centenario y tanto el Ballet Nacional como el de Andalucía van a reponer varias de sus coreografías más célebres. Pero esta mañana en la que habría cumplido cien años de soledad, lo único que queda en el Macondo de Antonio Ruiz Soler es un azulejo sucio en la casa donde pasó su niñez, marcada por unas rejas cadavéricas y la marca de orín de los gatos en el zócalo de la fachada. En el vacío, en cambio, sigue sonando la escobilla de su martinete desde lo más hondo del Tajo de Ronda, donde dicen que Miguel Ángel esculpió en carne y hueso la cumbre de la danza española.

 
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