Lun

07

Mar

2016

EL HORTERA Y LA SEMANA SANTA Imprimir

 

EL HORTERA Y LA SEMANA SANTA

Esta era una de las grandes fechas, allá por los años 50 de mi niñez. No porque oliera a azahar, ya que la calle Escoberos como todas las de su alrededor no tenían ni un árbol, sino porque, desde lejos, desde la Plaza de la Barqueta o desde lo que hoy son Jardines del Parlamento, antes Hospital de las Cinco Llagas, nos llegaban los ecos de los tambores y cornetas de la Centuria de la Macarena.

Pronto, nuestra madre nos llevaría a Segarra a comprarnos esos zapatos que, tras vencer la resistencia del recuerdo de las amenazas maternas sobre la posibilidad de estropearlos, nos servirían, como primer uso, para dar una maravillosa patada a un balón o a las espinillas de algún compañero de juegos.

Mientras, nuestra casa  desprendería un dulce olor a torrijas y a pestiños. En el colegio, antes de las vacaciones y de la entrega de las notas, tendríamos el retiro espiritual de cada Semana Santa  con la muerte y resurrección de Cristo descrita por el cura con todo lujo de detalles.

El sábado, sobre nuestra cama formarían en perfecto orden los calcetines, la camisa o cualquier otro elemento a estrenar el Domingo de Ramos; que amanecía con las prisas maternas por vestirnos y salir junto al padre a visitar los pasos de la tarde y terminar en la bodega de la Calle San Eloy  sentado sobre un viejo barril.

Nada sabíamos de los preparativos de aquel misterio. Nunca pudimos ver un ensayo de costaleros y mucho menos la ceremonia extraordinaria, por íntima, del izado del Crucificado al paso o del adorno de la Virgen. Eran ceremonias secretas, reservada a un grupo minoritario que trabajaba  todo el año y disfrutaba de ese misterio convertido en su mejor pago, el mejor reconocimiento a sus desvelos. Nadie salvo ese grupo de íntimos compartía aquel secreto, de cara a nadie se componía el gesto.

Es verdad que era una Sevilla casi pueblerina, cercada por una vieja muralla que, aunque perdida había dejado su huella en la única gran avenida de la ciudad, la que la encintaba y a la vez la unía a sus viejos arrabales de Triana, San Bernardo, San Roque o la Macarena.

Hoy, una Sevilla infinitamente más grande, se vuelca sobre ese viejo recinto amurallado, pero no sólo ha cambiado la geografía, si no que, como bien cuenta Carlos Colón, lo hortera, que nada tiene que ver con las viejas huertas cercanas a la ciudad, prolifera con la Semana Santa. El hortera es amante del espectáculo, llora y se abraza ante las cámaras si la lluvia le impide salir en procesión, reparte besos a diestro y siniestro entre sus compañeros nazarenos o costaleros, pasea sacos terreros a las nueve de la noche sino es a las once de la mañana, destruye la madrugá con sus gritos y  botellona, convierte en nancys a Vírgenes con cinco siglos de historia y posa ante las cámaras de familia y amigos en el Vía Crucis, convirtiendo en espectáculo lo que debería ser una íntima ceremonia religiosa, asiste a todos los traslados de imágenes posibles y tras las vísperas del Viernes de Dolores finaliza, tras la Madrugá en la Playa. Esto es así y será peor en el futuro.

A nosotros nos dejarán el Viernes Santo y gracias a ello seguiremos sintiendo a las tres de la tarde, como cuando niño, que en ese momento se produjo un extraordinario hecho en la historia, un hombre-Dios dio su vida por salvar la nuestra de la muerte.

La Soledad de San Buenaventura por la calle Castelar, con Soria 9, dirigida por Abel Moreno tocando Madrugá. Belleza y Virtud

http://www.diariodesevilla.es/article/opinion/2235481/la/calle/es/mia.html